Cuando fue inaugurado en 1930, el edificio A Noite estaba considerado el más alto de Latinoamérica. Al día de hoy, sus 102 metros se alzan discretos entre otras torres del centro de Río de Janeiro, pero en su momento fue una mole que destacaba sobre los palacetes de la señorial avenida Central, ahora llamada Río Branco. No había necesidad de levantar una construcción de ese tamaño, había multitud de solares por donde la ciudad podía crecer tranquilamente.
Fue todo ostentación, un símbolo de poderío económico, e incluso un declarado desafío hacia Buenos Aires, con la que Río rivalizaba en esa incipiente carrera hacia el cielo. Pero esos años de esplendor están muy lejos.
El vetusto rascacielos lleva vacío desde 2012 y ahora aparece como una cicatriz polvorienta en la renovada zona portuaria. Tras años de abandono, el Ayuntamiento de la ciudad firmó hace unos días su compra para intentar darle una última oportunidad: revenderlo para que alguien se decida por fin a devolverle el brillo de antaño.
Uno de los que espera con más ansia ese momento es Alan Nascimento, uno de los pocos trabajadores que quedan en el edificio como guardianes de la nada. Un puñado de vigilantes de seguridad, electricistas o fontaneros que se turnan para cuidar de la construcción e impedir alguna tragedia (el ambiente es muy propicio para cortocircuitos) y que se degrade del todo.
“Cuando entré la primera vez no me gustó, daba un poco de miedo. Era extraño, esa sensación de abandono…”, explica mientras se pelea con el ascensor de carga, el único que funciona a día de hoy. La mayoría de los 22 pisos ya no tiene luz ni agua, pero se encuentran en relativo buen estado, comenta. No hay daños estructurales ni riesgo de ruina. En algunos pisos los falsos techos colocados en la segunda mitad del siglo XX para hacerlo más habitable esconden la majestuosidad de unas salas de hasta cinco metros de altura.
Las geométricas barandillas de hierro de un balcón art déco que antes daba toda la vuelta a la fachada duermen apiladas bajo plásticos en el piso 19, mientras precarias planchas de madera cubren los ventanales para evitar caídas desde lo alto.
El polvo y el silencio predominan en este gigantesco espacio de más de 24.000 metros cuadrados insertado en pleno centro de Río de Janeiro y con unas vistas únicas de la bahía de Guanabara. El ajetreo de los alrededores contrasta con la calma total del interior del edificio, cuya historia es parte fundamental de la memoria histórica y afectiva de Brasil.
Más historias
Crisis de combustible en Colombia: Suspenden venta de boletos en distintos aeropuertos
Milei veta aumento a jubilaciones tras derrota en Congreso
Inversión extranjera en Latinoamérica cae 10 %: Cepal